Mi familia es lo más importante para mí. Estoy casada desde hace 20 años con Marc, mi marido adorado, amoroso y atento que me dio dos hermosos hijos ya adolescentes. Marc es un empresario cuyos prósperos negocios nos permiten vivir con gran comodidad.
Y sin embargo hoy tengo un amante regular, Nicolás, un apuesto joven de 30 años que veo todas las semanas. Marc está al tanto. Le encanta esta situación. Porque mi querido marido se ha convertido en mi sumiso, disfrutando estar a mi servicio y verme hacer el amor con otros hombres.
¿Cómo llegamos a esto?
Tenía 25 años cuando conocí a Marc. Su inteligencia vivaz, su belleza latina, pero sobre todo su natural amabilidad me sedujeron. Rápidamente tuvimos hijos que criamos con amor y atención.
Sexualmente, me sentía pertenecer cuerpo y alma a Marc, quien me satisfacía plenamente. Me encantaba ser su pequeña sumisa un poco perra. Pero con los años, nuestros juegos de a dos se volvían algo repetitivos. Comenzamos a frecuentar el ambiente libertino, primero como simples observadores. Me fascinaban las mujeres que osaban multiplicar amantes durante una velada, sin imaginar jamás que yo sería capaz de hacer lo mismo. Para ser honesta, también temía que este tipo de práctica rompiera algo en mi relación con Marc. Poner en peligro nuestra pareja tan armoniosa era lo último que deseaba. Marc por su parte estaba convencido de que debíamos intentarlo. Le excitaba mucho la idea de verme hacer el amor con otro hombre y pensaba que esto solo fortalecería nuestra complicidad.
Al final me dejé convencer. Empecé a tener amantes en presencia de Marc. Jugaba a ser la mujer lúbrica que se dejaba poseer por otros pero que siempre pertenecía a su Marido. Cuando un hombre me hacía llegar al orgasmo, volvía con Marc. Me gustaba que me castigara dándome azotes y tomándome él mismo de manera viril. Marc seguía siendo mi hombre, aquel al que pertenecía y a quien me dedicaba.
Sin embargo, poco a poco la situación evolucionó. Los otros hombres solían ser más viriles, más resistentes, mejor dotados que Marc. Seguía disfrutando mucho que mi marido me mirara y acurrucarme en sus brazos después de tener un hermoso orgasmo con otro hombre, pero ya no sentía la necesidad de que me diera azotes ni que me tomara a su vez. Progresivamente yo me convertía en la ama de nuestra pareja, mientras Marc asumía el rol del marido cornudo al servicio del placer de su esposa.
Marc comprendió muy bien que nuestra relación evolucionaba. No solo lo aceptaba sino que admitía que le procuraba mucho placer. Prefería estar a mi servicio que dominarme. Le encantaba saber que yo disfrutaba tanto con otros hombres. Paradójicamente, estábamos cada vez más enamorados. Mientras muchas de nuestras parejas de amigos, juntos tanto tiempo como nosotros y totalmente fieles, ya no se llevaban tan bien e incluso algunos se divorciaban, Marc y yo nos sentíamos más cómplices que el primer día.
Marc quería que me comportara como la dominante de nuestra pareja cotidianamente. Disfrutaba estar a mi servicio y le placía que le diera órdenes. La situación era muy cómoda para mí. Tenía amantes regulares para mis placeres sexuales y un marido dedicado que me trataba como una princesa.
Empecé a tener aventuras extramatrimoniales sin la presencia de Marc. Él lo aceptó muy bien. Comprendía que era una evolución natural. Disfrutaba más la intimidad a solas con un hombre que tener siempre a Marc presente. Y esto me daba gran libertad. Podía reunirme con mis amantes de día cuando Marc trabajaba o para no estar sola durante sus viajes de negocios. Lo único que me pedía Marc era que siempre le contara con quién estaba y cómo había disfrutado con mi amante. Quería que le diera todos los detalles de mis travesuras amorosas. ¡Era una contrapartida fácil de satisfacer por la libertad que me concedía!
Por mi parte, sin embargo, me cansé de multiplicar relaciones. Hacer el amor con hombres pasajeros que solo vería una vez dejó de gustarme tanto. Quería amantes regulares con quienes pudiera compartir verdadera complicidad. Así mis relaciones con mis amantes fueron volviéndose más exclusivas y prolongadas. Cuando una relación con un hombre se tornaba seria, se lo presentaba a Marc, quien disfrutaba congeniar con él. Así establecíamos un triángulo amoroso donde Marc representaba al cornudo consentido, el amante al macho sexualmente dominante y yo a la mujer satisfecha por dos hombres.
Un día, Marc llegó a casa con una caja de castidad. Es una pequeña funda de plástico donde el pene del hombre se desliza como en una vaina, sostenida por un anillo que se coloca en la base de los testículos, todo ello cerrable con llave mediante un pequeño candado. Cuando el candado está puesto, la caja es imposible de quitar. Marc me regaló el objeto diciéndome que quería que se la hiciera llevar según mi conveniencia, es decir, que yo guardara la llave y decidiera cuándo tendría derecho a estar libre. Según él, la caja permitía a la mujer tomar el control total de su marido y volverlo aún más sumiso.
Me pareció la idea un poco ridícula porque no necesitaba eso para que Marc estuviera a mi servicio. Pero para complacerlo empecé a hacérsela llevar. Primero solo un día, luego varios días y finalmente varias semanas seguidas. Cuando Marc estaba encerrado no podía masturbarse. Me era totalmente dedicado. Solo tenía una idea en mente: servirme.
Por mi parte, mi amante del momento me procuraba todos los placeres carnales que necesitaba. Le daba todos los detalles a Marc, quien estaba privado de goce. Al principio me pareció un tanto perverso, pero viendo el placer que Marc obtenía de la situación, me fui acostumbrando.
También descubrí todas las ventajas que me procuraba este juego. Marc solo pensaba en complacerme. Me regalaba joyas, no controlaba ninguno de mis gastos y, al contrario, le gustaba que me mimara gastando dinero. Se ocupaba de todas las tareas domésticas o administrativas del hogar. Era una verdadera princesa.
Sexualmente me admiraba y me decía lo bella y deseable que era. La contrapartida a su frustración era que me vistiera siempre de manera sexy y lo provocara al máximo. Regularmente le pedía que me lamiera los pies o los senos y me masturbaba frente a él. Su mayor alegría era que le pidiera que me lamiera y me diera placer con su lengua.
Hace un año conocí a un joven empresario de 30 años, Nicolás, muy seductor y viril. Se convirtió en mi amante regular. Lo veo varias veces por semana. Marc está enterado, por supuesto. Congenió con Nicolás, con quien salimos a menudo los tres y que incluso viene a veces a dormir a casa. Yo decido si Marc está autorizado a vernos hacer el amor o si prefiero estar a solas con Nicolás. A veces, le hago llevar la caja a Marc durante largos periodos que pueden durar varios meses. Entonces disfruto de mi relación sexual exclusiva con Nicolás. Marc está a mi servicio total, lo que hace mi vida muy fácil. En otras ocasiones libero a Marc de la caja. Me gusta verlo masturbarse cuando le cuento cómo Nicolás me hizo llegar al orgasmo. Lo trato de cornudo y de pitochico. Le encanta.
Últimamente aprecio especialmente que Marc me lama los dedos de los pies, delicadamente, como un perro. Estoy sentada frente a mi espejo maquillándome y Marc está desnudo, tendido en el suelo, solo autorizado a lamerme delicadamente los pies. Me siento hermosa y tan deseable. Totalmente satisfecha por mi marido, que es el amor de mi vida y me permite vivir esta existencia excepcional.
No puedo terminar este testimonio sin compartir una nueva práctica que descubrimos hace poco. Un tanto extrema, podría chocar a algunos, pero para Marc y yo solo fortalece nuestra absoluta complicidad.
Nos reunimos los tres: Marc, Nicolás y yo. Decido según mi estado de ánimo si Marc está autorizado a vernos hacer el amor o si debe esperar pacientemente afuera. Cuando Nicolás eyacula dentro de mí, Marc puede unirse a nosotros. Desnudo y en silencio, se acerca a mi entrepierna y me lame. Todavía embriagada y llena del orgasmo que acabo de tener con Nicolás, aprecio la caricia suave y reparadora de la lengua de mi marido. Tras unos minutos, Marc se tumba de espaldas. Me siento a horcajadas sobre su rostro y termino de correrme en su boca. En ese momento, Nicolás sabe que debe dejarnos solos. Se viste, me besa y me dice "los dejo a los enamorados". Entonces me quedo sola con Marc. Me tumbo y me acurruco en sus brazos. Le digo que lo amo y que es el hombre de mi vida.
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